sábado, 28 de abril de 2012

Las Grandes Introspecciones de Hombre

De pronto y a través de todo su cuerpo cada terminación nerviosa le ardía de como si estuviera siendo sumergido en un líquido incandescente. Quiso gritar – pero no pudo. Sus labios se despegaron, su boca abrió, pero el alarido, que hubiera retumbado por toda la selva para transmitir la vivencia de un dolor insoportable no llegó a articularse sino que se atragantó en una silenciosa y horrorizada mueca mientras que su mandíbula,  su quijada completa, se quebraba y desencajaba de su articulación adoptando una nueva forma más. Dentro de su cuerpo, a través de todo su esqueleto, hueso por hueso iba sucumbiendo al mismo proceso, y cada milímetro de su transformación se traducía en una agonía insufrible. Y con la transformación agonizante de su endoesqueleto acompañaba como siempre el dolor insoportable de la mutación de sus órganos internos, que a su vez mudaban de forma y posición. Pero si la metamorfosis física se expresaba plenamente con dolor, la transmutación de su cerebro, el órgano de la mente, ocasionaba nauseas, mareos, convulsiones, escalofríos, y devaneos alucinatorios mientras que su consciente se ajustaba a su nueva realidad. En estos interminables e inefables momentos la muerte repentina hubiera sido una misericordiosa  culminación al infinito de su sufrimiento… pero no, nunca llegaba. Y cuando la agónica oleada mutante había seguido su curso quedaba siempre exhausto, extenuado, y durante al menos unos vulnerables minutos incapaz de mayor esfuerzo salvo el de tentativamente ir experimentando los detalles ontológicos de su nueva realidad. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? ¿Cuál era su función, su posición, su propósito en la selva, en el ‘todo’?

Encontró al poco tiempo parte de la respuesta, reconociendo que ahora, finalmente, y después de tanto tiempo, después de tantas metamorfosis, de tantas vidas se sentía extraño al adoptar de nuevo su original forma humana. ¿Sería el mismo de antes? Aquí, tan lejos de una superficie que le ofreciera un reflejo, era imposible saberlo. ¿Importaba? No, y además, sería imposible saberlo, comprobarlo. De repente se sentía completamente perdido en la vastedad de sus pensamientos y en los sentimientos y emociones que tales contraían, sobre todo ahora, más que nunca, porque traía la memoria de las experiencias de tantas metamorfosis anteriores. Pero hubo un punto de confusión. ¿Acaso seguía siendo un jaguar que soñaba ser un hombre o siempre fue un hombre soñando ser una araña que soñaba ser mariposa? ¿Había sido todo la pesadilla dentro de un sueño alucinado por un ser soñado que a su vez fantaseaba? Su cabeza estallaba no solamente de dolor, sino de imágenes, de sonidos, de sensaciones, de lugares, de formas, de memorias, de fantasías, de… ¿De qué? ¡De infinitas posibilidades, permutaciones y combinaciones! Totalmente desorientado al presente, al aquí y hora, y abrumado por el infinito del allá y el entonces que se abría de repente en el ilimitado escenario de consciente, trataba desesperadamente de calmar su mente, pero no lo lograba. Se sentía hundir en un remolino inescapable de imágenes mentales y en los aterrantes raudales de sus consecuentes emociones, de comenzar una interminable caída al infinito y que sabía, intuía, que desembocarían en una locura. Tenía que agarrarse de alguna rama mental que le ofreciera una referencia fija, una brújula, un cuartel en esa vastísima expansión mental que se desplegaba aceleradamente en su cabeza. No acabada de tomar esa misma resolución cuando de pronto intuyó una profunda e incontrovertible certeza. En ese momento, y con tanta confusión no había forma de obtener mayor respuesta a esas preguntas sobre su esencia – y esa conclusión fue la base inicial de su gran sabiduría: precisamente el saber que lo único de lo que podría estar seguro era de que ‘estaba’, de que ‘era’, es decir, de que ‘estaba siendo’, de que estaba consciente, experimentando, sintiendo, viviendo, existiendo, pensando y que por consiguiente sería inútil seguir discurriendo más allá de esa primordial y gran realización; de lo contrario, si continuaba por ese fútil camino metafísico sería como el pájaro que vuela y vuela huyendo de la sombra propia que le ‘persigue’. Con esa comprensión todo empezó a calmarse en su ser. Era un comienzo: “estoy porque soy consciente de estar y soy porque soy consciente de ser”. Pero con esa misma comprensión llegó otra igual de trascendente: solamente como hombre se había hecho y se hacia esas preguntas: pensar sobre la naturaleza misma de sus pensamientos. Ningún otro animal de la selva tenía la capacidad, y por lo tanto los demás animales carecían de la motivación para hacérselas. De hecho, discurrió, ningún otro animal cuestionaba su ‘propósito’ puesto que todos, salvo el hombre, tienen un lugar preciso, determinado, claro y conciso en el ciclo de la vida – su único propósito siendo el de asegurar su propia supervivencia y en algunos casos, la de su prole: la propagación de la especie.

Pero si esa pequeña tremenda certeza – el “soy un ser humano” – le resultaba la rama salvavidas, descubrió de seguido ser más bien una rama ardiente puesto que no aportaba gran consolación: aún quedaban pendientes las respuestas a otras preguntas que ahora ya iniciaban en su mente y que abrían en la selva de su imaginación una infinitud de posibilidades: ¿Qué debo hacer? ¿Quién soy? ¿Quién debo ser?  La ‘rama existencial’ que le había rescatado temporalmente de una caída cierta a un interminable vacío amenazaba ahora a quebrarse bajo el peso de una enorme y creciente incertidumbre, a su vez originada por una lluvia de preguntas sin respuestas, al menos sin respuestas aparentes. Esta insólita incertidumbre le llenaba de una experiencia totalmente nueva, nunca experimentada hasta aquel entonces. Se sintió de repente acechado, como si un gran depredador le acosara. ¿Pero desde donde? Tomó consciencia de sus alrededores y en la noche selvática, naturalmente repleta de sombras y sonidos de insectos,  no detectaba ninguna amenaza. No obstante una oleada de ansiedad, de miedo le envolvió en su implacable telaraña y por instinto comenzó a trepar lo mejor que pudo al primero árbol que tuvo a mano. Arriba, posado en una rama, lejos del suelo, lejos de la zona de amenaza, y seguro de estar completamente solo en el amparo de su percha, se sintió por unos momentos resguardado, protegido, tranquilo.

Pero no duraría ese consuelo. Una vez más la fiera garra del terror de lo indefinido le apretaba el pecho como los enrollados de la anaconda y no pudo sino de nuevo huir. Impulsado por una memoria atávica trató de desplazarse en su nueva fuga desde su presente locación a lo que supuso que sería la seguridad de otro árbol, pero en la torpeza de su presente forma humano solamente lograría una caída vergonzosa pero afortunadamente acolchada por la acumulada maleza del suelo selvático. Cayó pesadamente de espaldas pero, impulsado por la desesperación de escapar, no acusó en absoluto la caída sino que se dio a la fuga inmediata, sin rumbo determinado y sin paradero preciso. Seguro de que a cada paso suyo como una sombra inescapable le acompañaban los sonidos del avance de su perseguidor, corrió hasta llegar a al mismo lugar de la orilla del río donde, en otras circunstancias más calmadas, sin dudas hubiera reconocido como familiar. Ahí, desconcertado de cómo proceder, viró en todas las direcciones sin avanzar un paso positivo más; hasta se desconoció a sí mismo por no haber experimentado nunca esta sensación de pánico. La línea de vegetación que abrigaba la orilla estaba repleta de misteriosas sombras y penumbras que para sus ojos humanos, discapacitados para ver en la oscuridad, representaban lo desconocido, lo cual de alguna forma se transformaba en su mente en innumerables de horrendas e inminentes amenazas.  ¡Había que continuar la fuga! Miró al río; sabía muy bien que las oscuras aguas ocultaban mil y una amenazas reales y sin embargo, impulsado por ese ignoto terror a lo desconocido se lanzó al riesgo seguro en huida de aquello incierto que le horripilaba.

Desafiando las probabilidades llegó a la otra orilla, exhausto en su escape pero al menos confiado de no haber sido seguido. Sentado ya sobre los talones, sentía el sudor mezclarse con las gotas de agua que se deslizaban por su cuerpo desnudo y de nuevo por instantes se sintió confiado, pero no acababa de asentarse esta sensación de tranquilidad cuando de nuevo se concibió en peligro. No lo comprendía. Estaba convencido de que nada le había seguido por las aguas, el cielo nocturno estaba despejado y la luna lucia en lo alto por encimas de las ramas de los árboles que permanecían inmóviles, sosegadas; además, concluyó, ningún animal volador era amenaza para él con el tamaño de su presente estado. Con la vista y el oído recorrió la línea de los árboles a la otra orilla y no encontró nada ahí presente: estaba completamente solo; solo, y sin embargo, sintiéndose absolutamente amenazado, aterrado de hecho, por la persecución de algo aparentemente inexistente. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver a la otra orilla? ¿Correr selva adentro? ¡¿Qué hacer?! Pero aun siendo hombre le quedaban todavía los instintos recientes de animal y como tal intuyó que lo mejor que podría hacer en este preciso momento y lugar sería no hacer nada, nada salvo quedarse parado, totalmente inmóvil. Sería entonces tan inerte como el ratón escondido esperando que la sombra del ocelote le pasara de largo y que su vida se prolongara al menos unas horas más; tan quieto como una araña aguardando pacientemente a que la desatenta mosca se enredara en su trampa invisible.

No obstante la quietud de su cuerpo animal, su consiente humana le seguía damnificando con el bombardeo incesante de imágenes cerebrales que formaban vertiginosos raudales de ideas y traicioneros remolinos de emociones en su mente. Determinó subyugar la vorágine de su mente dominando todos sus sentidos, comenzando por el de la vista. Localizó un punto fijo en una rama situada a la otra orilla del río, y ahora sería el jaguar, fijando su mirada sin vacilar ni un instante de ese punto – ni siquiera para pestañear – resolviendo que de esa forma además estaría en mayor alerta a cualquier movimiento en la periferia de su campo visual; sería el búho, y extendió su oído en todas las direcciones posibles para convertir en sonido la menor vibración del aire; sería la tortuga terecay, y ralentizó la cadencia de su respiración a apenas dos ciclos de inhalaciones y exhalaciones por minuto, limitando el movimiento de su torso un lento e imperceptible bombeo rítmico de su abdomen; sería la anaconda, detectando con su piel las mínimas agitaciones de su medio ambiente que le informaría de cualquier llegada o presencia; sería el cóndor, filtrando el aire por sus fosas nasales y discerniendo cada uno de los olores que portara el viento; y sería la luna, extendiendo la luz de la percepción de sus órganos sensoriales en todas las direcciones a la vez, al igual que la luna refleja su luz equitativamente y sin predilección a todas las superficies a su disposición.

Pasando los minutos su mente logró calmarse, y donde antes había vertiginosos raudales y traicioneros remolinos, ahora había una superficie serena que reflejaba la realidad como un perfecto espejo. Después de un tiempo absorto en este ejercicio le sobrevino una tremenda introspección: ¡No había ninguna sombra acechándole! ¡Nunca la hubo! Ninguna, se dio cuenta, fuera de sí mismo sino una sombra terrible proveniente de su interior, de sus propios pensamientos. E intuyo su origen; era una sombra propiciada a la vez por la incertidumbre opresiva de la perplejidad de qué era, de quién era, de qué debería hacer, como por el caos interior infligido por esos mismos remolinos y raudales; era una sombra que abrumaba el espíritu y amenazaba esclavizar su existencia mediante el terror que engendraba. Estuvo un tiempo con esa sensación de paz interior, de serenidad mental que le iluminaba por dentro, cuando percibió una poderosa silueta acercarse a su derecha y sentarse a su lado.

² “Enhorabuena Hombre, me deleita ver que has sabido aplicar bien tus lecciones,” dijo un ronroneo que emanaba tan profundo como un cañón y tan poderoso como un trueno.
² Gracias Gran Maestro. La Orden me proveyó excelentes maestros,” respondió Hombre, aún sin despegar la mirada de su blanco visual.
² “Pero estas lecciones, las más importante de tu aprendizaje, las tuviste que aprender tú solo, y con ellas culmina tu amaestramiento con nosotros. Pronuncia para mí las grandes sabidurías que has adquirido esta noche.”
² “Sí Gran Maestro. He aprendido que el ser humano es el único animal que se pregunta ‘qué es’ y por lo tanto el único que se atormenta ante la incertidumbre de una respuesta, y que esa incertidumbre le acosa como una sombra y le atrapa como una garra.”
² “Excelente mi querido aprendiz. ¿Y qué más has aprendido?”
² “He aprendido, Gran Maestro, que el ser humano está en continuo descontrol de su mente, que ésta huye del aquí y del ahora para fugarse en el allá y el entonces,  y que precisa de tremenda disciplina para lograr la serenidad propia de cualquier otro animal de la selva.”
² “Y ya veo que desarrollaste una técnica para lograr tal disciplina. ¿Cómo la llamarás?”, preguntó la gran silueta oscura que emanaba dos brillantes zafiros.
² “Una ‘concentración’, Gran Maestro… la llamaré una ‘Concentración de Luna’.”


miércoles, 24 de marzo de 2010

I

Nadie sabe cómo llegó a parar a ese lugar, a la orilla de aquello que algún día, no muy lejano, lograría conocer como “el río.” Y lo que era más importante aún es que él mismo nunca supo ni el cómo ni el por qué había llegado en aquel preciso momento, en aquel preciso lugar. Carecía por lo tanto de motivo, carecía de causa, de propósito. Sé que la carencia de ese conocimiento alcanzaría a atormentarle; sé que ese estado de desconocimiento, ese estado de ignorancia, llegaría a ser para él la esencia de la preocupación misma. Sería una inquietud que se convertiría en una profunda y rápida corriente de ansiedad que le arrastraría emocional y mentalmente hacia una cascada de inseguridad constante, amenazando siempre con dejarle más perdido de lo que ya estaba, de lo que ya estaba en este mismo instante, en este mismo lugar en donde vino por primera vez a descubrirse, sin saber nada, sin entender nada, sin esperar nada, sin acordarse de nada.

Ahora que comenzaba a entrar en plena existencia todo era nuevo para él, hasta sus mismos pensamientos, si es que el resultado desorganizado en su cabeza de aquellas experiencias iniciales se podrían denominar pensamientos; carecía de práctica en la formulación de secuencias de imágenes propias, de aquellas películas mentales que luego los seres humanos, a través del lenguaje – que también le faltaba – compartimos con otros. Precisamente por este motivo, por esta falta de práctica mental, por esta falta de lenguaje, aún no era del todo humano; sin el lenguaje, con lo cual los seres humanos describimos el contenido de nuestras mentes, no se alcanza a ser sino prehumano, proto-humano.

El primer sentido que descubrió fue la visión, la cual quedó inundada de poco más que de sombras dinámicas punteadas por destellos luminosos y circulares que brillaban emparejados, ahora moviéndose, ahora desapareciendo, a diferentes alturas del horizonte de su perspectiva visual. Su mente y su cuerpo se llenaron de lo que vendría a reconocer como ‘asombro’ pero que por ahora solamente se manifestaba en su expresión boquiabierta. Asombrado entonces, ignorante, ingenuo, pero tremendamente curioso, sus músculos oculares involuntariamente enfocaban su mirada en cualquier objeto que sobresaliera en la oscuridad de la noche sin luna.

Durante largo tiempo, o corto, ¿quién sabe?, permaneció absorto por las sensaciones que captaba su recién estrenada percepción visual. De pronto una manada de monos aulladores irrumpió la relativa monotonía sinfónica de la noche; él quedó completamente espantado por la repentina explosión que invadía dolorosamente, como dos cuchillos punzantes, los costados laterales de su cabeza. Tres experiencias sucesivas, casi simultaneas, le sofocaron en ese preciso instante: la audición, que hasta ahora había ignorado puesto que estaba completamente impregnado, abstraído por los estímulos procedentes de su sentido visual; el espanto, una sensación que estremeció su cuerpo entero y que en particular se expresaba en el arranque de su corazón que amenazaba romperle las costillas desde adentro con sus martilleos desesperados; y por último, la sensación del tacto puesto que cuando sus manos se lanzaron defensivamente a su cabeza de pronto vinieron a conocer, y a distraerse con, esas nuevas partes de su cuerpo que sobresalían curiosamente de lo que después llamaría “cabeza.” Todo era a la vez desconocido, aterrador, y fascinante.

La sensación de su propia cabeza, de sus propias orejas, de sus manos, de sus dedos, de sus dedos contra sus dedos y contra sus manos, ahora de su cara, nariz, cejas, etc., abrió en él un sinfín de estímulos sensoriales, de posibilidades, de curiosidades. Conforme se descubría por primera vez comenzaba igualmente a discernir entre el ‘yo’ y lo ‘otro’; entre lo que era su cuerpo, su ser, y lo que era el mundo exterior, ajeno a él, amenazador, incontrolable. Esta fue la primera distinción de su existencia y llegaría pronto a ser su primer y máximo tormento.

Discernió, sin embargo, que había partes de su cuerpo que podía mover, y otras, como lo que vendría pronto a conocer como “orejas”, aunque ‘conectadas’ y que por el tacto reconocía como ‘suyas’, como parte del ‘yo’, permanecían despegadas de su ‘voluntad.’ Resulta ser que Hombre es un ser voluntarioso que se irrita cuando no se le obedece. De hecho después de mucho tiempo logró mover hasta las orejas, y eso le dio un gran sentido de poder y de satisfacción personal. Había logrado lo que el sentía instintivamente como una gran conquista sobre si mismo. Fue entonces cuando su atención se dirigió en cierto momento a unas partes de su cuerpo que colgaban entre sus piernas, partes que vendría a conocer como “Partes Colgantes.” Al no poder moverlas no estaba seguro si “Partes Colgantes” formaban parte del ‘yo’ o de lo ‘otro’ y era algo que en su insaciable curiosidad tenía que investigar. Gestionó moverlas mentalmente, pero por más que Hombre trató de mandar sobre ellas, Partes Colgantes parecían que le ignoraban, que desafiaban su imperiosa voluntad y se presentaban ante él recalcitrantes, desobedientes, insolentes. A pesar de estar conectadas a su ‘yo’ le resultaban vejatorias, incluso le eran ajenas, alienadas, casi tanto como los sonidos que entraban, sin permiso alguno, en su cabeza. De hecho, ahora que empezaba a pensar, incluso los sonidos le parecían más ‘dominables’ que Partes Colgantes puesto que los podía de alguna manera limitar si tapaba esos huecos a los costados de su cabeza con las palmas de las manos. A pesar de cierto placer que el tacto a las mismas le ofrecía, empezaba a guardarlas un creciente rencor; fue ese rencor progresivo combinado con su falta de control emocional lo que le llevó, en un arrebato de súbita frustración e inesperada ira, a tratar de arrancar las Partes Colgantes de su ‘yo.’

No fue de las mejores decisiones de su corta existencia, como vino a comprender de inmediato, pero como toda mala decisión que se toma, también le ofrecía motivo y oportunidad para un gran aprendizaje sobre sí mismo. De pronto descubrió dos cosas: su propia voz, en forma de grito, y la sensación de dolor, sensación que su breve existencia hasta el momento no le había ofrecido. El grito, a modo de vituperio emocional, fue lo más espantoso y horripilante que se había oído jamás en toda la selva, más estrepitosa que podrían haber logrado todos los monos aulladores de la selva juntos, si es que se pudiera conseguir que tal calaña de sinvergüenzas holgazanes se pusieran de acuerdo en algo.

II

Ante los gritos de Hombre la oscuridad de la noche sin luna respondió aterrada, tanto por los sonidos mismos de aquellos escalofriantes y horripilantes rebuznos que se repetían una y otra vez con inacabable intensidad, cómo por lo que se imaginaban los animales de la naturaleza sanguinaria y monstruosa del agente causante de tan inmensurable dolor. Todos los animales reaccionaron; los nocturnos renunciaron a sus quehaceres predatorios mientras que los diurnos abandonaron la complacencia de su letargo. Las aves y los demás animales voladores – murciélagos e insectos de todo tipo – buscaron refugio en los aires; los animales arborícolas, desde los perezosos hasta las manadas de monos de todas las especies, junto con todo lo demás que saltaba, trepaba o se deslizaba por los árboles, provocaron una lluvia de hojas, pétalos, frutos y ramas conforme se expresaba desesperadamente la estampida arbórea. Todo aquello que no volaba ni agilizaba por las alturas comenzó a congestionar los definidos caminos terrestres de la selva, huyendo de ese pavoroso y desconocido nuevo monstruo que de pronto había llegado a su dominio. Nada que no tuviera raíces permaneció inerte. Hasta los peces, las tortugas, los delfines, y los caimanes buscaron amparo rápido en las profundidades insondables de las negras aguas y de los espesos lodos del río. Parecía que todo en la selva, en kilómetros y kilómetros a la redonda, se movilizaba para la supervivencia, para el escape – bueno, casi todo.

Hombre permanecía aún tirado en la arena, agonizando en el mismo lugar donde anteriormente había aparecido a la orilla de lo que algún día vendría a llamar “el río.” Su mente y su cuerpo explotaban de nuevas experiencias, de enseñanzas potenciales no del todo aprendidas. De ser otro animal, menos necio y menos estúpido, se podría decir con certeza que, retorciéndose en suma agonía, Hombre aprendió sobre el dolor; se podría decir que aprendió que a veces hay que pensar antes de actuar; se podría decir que aprendió sobre la naturaleza del aprendizaje mismo. Pero no se trataba de otro animal menos necio y estúpido, sino de Hombre, y puesto a que se trataba de Hombre, sólo se podría decir con certeza que aprendió que debía tratar con sumo cuidado esas partes de su cuerpo que colgaban desafiantes, insubordinadas e impertinentes entre sus piernas – sus “Partes Colgantes” – porque éstas tenían un gran poder sobre él: el poder de causarle una experiencia tan terrible que no quisiera repetirla jamás. Fue ahí, en ese preciso lugar y en ese preciso momento que Hombre fue sometido por sus Partes Colgantes. Fue así y a raíz de esa misma experiencia que Hombre aprendió a respetarlas y a temer desagradarlas, importunarlas o provocarlas. Partes Colgantes asumieron el liderazgo e imperio de todo lo que Hombre iría a hacer, pensar y decidir a lo largo de toda su historia, historia que nos lleva desde aquel momento hasta nuestros días. Y así se estableció la primera ley de Hombre, la misma que toda Mujer astuta sabe y aprende a aprovechar, y que todo Hombre astuto reconoce y aprende a dominar: quien subyuga Partes Colgantes en Hombre le subyuga a él; pero eso ya es motivo de otra crónica.

Hombre tardó mucho tiempo, eso sí lo sabemos, en dejar de gritar. Aun cuando le dejó de doler seguía gritando ya que llegó a pensar que su propia voz espantaba el dolor; además, el trauma emocional que ese dolor le había causado le incitaba a seguir gritando y gritando por si acaso el dolor volviera cuando dejara de hacerlo. No fue hasta que se quedó casi afónico que se distrajo, dándose cuenta de otro sonido muy peculiar y que por algún motivo le resultaba completamente discordante con su presente humor. Se trataba de Mapache, dueño de uno de aquellos pares de ojos que, brillando en la oscuridad y en su posición privilegiada en una rama, había observado a Hombre desde su aparición a la orilla de lo que él si sabia que se llamaba “el río.” Pero Mapache contaba con más que su posición y una buena visión nocturna, gozaba de su nata curiosidad y de su minuciosa atención al detalle, lo cual le permitió observar no solamente los movimientos de hombre, sino también le llevó a discernir los propósitos y los procesos mentales de este extraño animal bípedo; propósitos y procesos que culminaron en el dramático encuentro entre las manos y la voluntad del Hombre y sus propias Partes Colgantes. Mapache, que pocas veces desperdiciaba la oportunidad de burlarse de otro, era también el animal más pícaro de la selva, gozando de un gran sentido del humor. La conducta de este bípedo tan extraño le había despertado tremendamente la curiosidad, y por eso se había reparado en examinarlo en detalle. Pero la conducta de Hombre le resultó tan absurdamente cómica, estúpida para ser precisos, que le provocaron unas carcajadas histéricas, verdaderamente estrepitosas, tanto así que pronto rivalizaban en estruendo a los mismos bramidos de Hombre. De hecho, las risotadas de Mapache amenazaban ya con acabar sus limitados días por asfixia, paroxismo cardiaco o sincope cerebral. Tan fuerte fue la reacción de Mapache ante la escena a la orilla del río, que provocó su caída hasta el suelo desde lo alto de su percha, lo que en otras circunstancias hubiera sido algo sumamente ignominioso y humillante. Por un breve instante el impacto inesperado con el duro suelo hizo que Mapache dejara de reír, pero al fijar los ojos de nuevo en Hombre, manos encubriendo sus Partes Colgantes y cara de completo y atónito asombro, no le quedó más remedio que dejar a un lado su orgullo y sus nalgas adoloridas y reanudar sus incontrolables risotadas.

Hombre, al presenciar semejante escándalo proviniendo de tan pequeña bola de pelaje grisáceo enmascarado, dominado ahora por su propia curiosidad, dejó por completo de gritar. Comenzó a entender que él mismo, ¡con sus gritos!, era el motivo causante de la conducta peculiar de aquel ser tan extraño, pero a la vez familiar. A medida que esta comprensión entre la causa y el efecto se manifestaba en su mente, aquellos movimientos convulsivos de la pequeña bola de pelaje grisáceo enmascarado comenzaron a causar en él mismo una reacción extraña, involuntaria y recíproca en su propio cuerpo. De alguna manera, e independiente de su misma voluntad, Hombre también comenzaba a observar en si la misma reacción que experimentaba Mapache, reacción que más tarde llegaría a llamar “risa.”

Eres…eres…eres,” trataba de soltar Mapache mientras que luchaba desesperadamente por la oportunidad de respirar, “¡eres lo más estúpido que he visto en mi vida!” de nuevo entregándose, y quizás a ser posible con incluso mayor empeño, a sus alocadas y convulsivas carcajadas. Hombre, aunque aún sin entender las palabras de Mapache, ya había dejado de imitarlo en su jolgorio: ya estaba compartiéndolo con él. “¡Pendejo! ¡Eres un pendejo! ¡Eres un pendejo! No… no es posible que exista algo así, tan…tan estúpido...no es posible”, exclamó Mapache. Y entre frases expresadas pero no entendidas, y risas compartidas, Hombre y Mapache pasaron un largo tiempo juntos cementando lo que Hombre algún día vendría a llamar “amistad.”

Mientras, la selva no permanecía quieta. Muchos de los animales que tomaron fuga del supuesto monstruo, comenzaban a retornar a su lugar de origen ahora inquietados por las carajadas alocadas de lo que reconocieron por Mapache y de otro sonido, otra nueva voz que les era completamente ajena. De los presentes, seria Búho el único que se daría cuenta de que todo iría irrevocablemente a cambiar a partir de ese momento.

III

Sucumbido el pánico, los animales regresaron a sus actividades anteriores; los diurnos a dormir, los nocturnos a depredar y a evitar ser depredados. Todos los animales volvieron a sus quehaceres habituales, todos salvo Mapache, que continuaba riendo con su nuevo amigo, y el siempre vigilante y meditativo Búho. En la naturaleza la ociosidad es enemiga declarada de la supervivencia.

Por encima de los copos de los árboles más altivos y lozanos de la jungla, una figura solitaria y sombría planeaba silenciosamente en cumplimiento de una misión furtiva. Una excelente visión nocturna divisaba su distante destino con toda minuciosidad aún en la nublada oscuridad de la noche. “Pronto comenzará a llover,” se comentó a sí mismo, y no acabando su pensamiento ya divisaba a lo lejos los primeros relámpagos de una gran tormenta que se avecinaba. “Qué apropiado,” pensó la figura clandestina mientras sus majestuosas alas, extremidades hechas para el sigilo y no para la velocidad, exigían lo máximo de si mismas. Instintivamente contó los segundos que tardaron en llegar las ondas de sonido que acompañaban a las descargas eléctricas alumbrando el amplio y oscuro horizonte. Su maravilloso cerebro hizo innumerables cálculos instantáneos que factorizaban los más meticulosos detalles como la velocidad del sonido, la periodicidad y localización de los rayos, su propia velocidad de desplazamiento, la trayectoria de la tormenta y la fuerza y dirección del viento. “Llegará en una hora,” fue su conclusión. Cualquier animal de la jungla de haber oído aquel dictamen hubiera apostado sus próximas diez cenas a que en una hora la tormenta estaría exactamente donde predecía Búho, el Gran Maestro Sabio de la Jungla.

Acostumbrado a una existencia pausada y precavida, los acontecimientos recientes habían dejado a Búho inquietantemente perturbado. “Es el momento,” el momento del que Él les había hablado. “Llegó la hora,” murmuró por lo bajo y en esa comprensión caía todo el peso de una tremenda responsabilidad, una responsabilidad que solamente unos pocos escogidos entendían y compartían. Su viaje entero quedó así ocupado por los diversos pensamientos y memorias que circulaban por su mente: Recuerdos del pasado cuando primero fueron seleccionados e instruidos, cuando recibieron sus órdenes iniciales; pensamientos del futuro, sobre cómo cumplirían todos con los detalles de su misión; sobre la importancia de la misma. Fue así y de esta manera que Búho, el Gran Maestro Sabio de la jungla, perdió la noción del tiempo mientras llegaba a su destino, la entraba de la cueva recóndita al lado oriental de la montaña, donde alumbran los primeros rayos del sol al amanecer.

Hacia tanto tiempo que no retornaba a este lugar que todo lo anterior de su vida asociado con él le parecía un sueño, una fantasía de las que tiene a veces de día mientras que su visión duerme y su oído fino escruta los sonidos a su alrededor. La cueva se hallaba en un lugar inaccesible e recóndito, con la entrada a un ángulo tan comprometido que a Búho siempre le había parecido imposible de accesar salvo por el aire, y aun con esa habilidad precisaba de cierta acrobacia aérea, pero Búho, critico y analítico por naturaleza, tuvo que recordarse de que no era hora de juzgar ni de cuestionar, mucho menos ese tipo de detalles insignificantes, sino de cumplir con un deber, con un gran compromiso.

La entrada de la cueva daba a un pasillo estrecho de unos tres metros de longitud que luego abría a una caverna amplia cuyas paredes estaban recubiertas por el más antiguo de pinturas rupestres. Era un lugar que él había tenido amplia ocasión de conocer, y de conocer bien. Para Búho era como un hogar y la experiencia era como un tremendo regreso. Controlando su agitación, una sensación que no cuadraba bien con su imagen propia, Búho logró dominar su respiración y adoptar una compostura al nivel del momento. Sabía que no era necesario anunciarse – su llegada ya habría sido sentida sino prevista - ni siquiera precisaba perder el tiempo en convenciones sociales como los saludos. Era momento de ir al grano. Así fue que entrando a la cueva sin anunciarse, sin preámbulo y sin saludo, Búho simplemente declaró, “Ha llegado.”

Un largo silencio que Búho sentía eterno en la oscuridad de la cueva donde la única luz era la que emanaba de dos ojos que brillaban como zafiros desde lo hondo de una repisa en la caverna principal. “Da la orden,” respondió por fin una voz profunda como un gruñido y poderosa como el trueno que detonaba en la distancia.

Y así es y como se vino dar la Orden de Ek Balam, la Orden del Jaguar Negro.

martes, 23 de marzo de 2010