sábado, 28 de abril de 2012

Las Grandes Introspecciones de Hombre

De pronto y a través de todo su cuerpo cada terminación nerviosa le ardía de como si estuviera siendo sumergido en un líquido incandescente. Quiso gritar – pero no pudo. Sus labios se despegaron, su boca abrió, pero el alarido, que hubiera retumbado por toda la selva para transmitir la vivencia de un dolor insoportable no llegó a articularse sino que se atragantó en una silenciosa y horrorizada mueca mientras que su mandíbula,  su quijada completa, se quebraba y desencajaba de su articulación adoptando una nueva forma más. Dentro de su cuerpo, a través de todo su esqueleto, hueso por hueso iba sucumbiendo al mismo proceso, y cada milímetro de su transformación se traducía en una agonía insufrible. Y con la transformación agonizante de su endoesqueleto acompañaba como siempre el dolor insoportable de la mutación de sus órganos internos, que a su vez mudaban de forma y posición. Pero si la metamorfosis física se expresaba plenamente con dolor, la transmutación de su cerebro, el órgano de la mente, ocasionaba nauseas, mareos, convulsiones, escalofríos, y devaneos alucinatorios mientras que su consciente se ajustaba a su nueva realidad. En estos interminables e inefables momentos la muerte repentina hubiera sido una misericordiosa  culminación al infinito de su sufrimiento… pero no, nunca llegaba. Y cuando la agónica oleada mutante había seguido su curso quedaba siempre exhausto, extenuado, y durante al menos unos vulnerables minutos incapaz de mayor esfuerzo salvo el de tentativamente ir experimentando los detalles ontológicos de su nueva realidad. ¿Qué era? ¿Dónde estaba? ¿Cuál era su función, su posición, su propósito en la selva, en el ‘todo’?

Encontró al poco tiempo parte de la respuesta, reconociendo que ahora, finalmente, y después de tanto tiempo, después de tantas metamorfosis, de tantas vidas se sentía extraño al adoptar de nuevo su original forma humana. ¿Sería el mismo de antes? Aquí, tan lejos de una superficie que le ofreciera un reflejo, era imposible saberlo. ¿Importaba? No, y además, sería imposible saberlo, comprobarlo. De repente se sentía completamente perdido en la vastedad de sus pensamientos y en los sentimientos y emociones que tales contraían, sobre todo ahora, más que nunca, porque traía la memoria de las experiencias de tantas metamorfosis anteriores. Pero hubo un punto de confusión. ¿Acaso seguía siendo un jaguar que soñaba ser un hombre o siempre fue un hombre soñando ser una araña que soñaba ser mariposa? ¿Había sido todo la pesadilla dentro de un sueño alucinado por un ser soñado que a su vez fantaseaba? Su cabeza estallaba no solamente de dolor, sino de imágenes, de sonidos, de sensaciones, de lugares, de formas, de memorias, de fantasías, de… ¿De qué? ¡De infinitas posibilidades, permutaciones y combinaciones! Totalmente desorientado al presente, al aquí y hora, y abrumado por el infinito del allá y el entonces que se abría de repente en el ilimitado escenario de consciente, trataba desesperadamente de calmar su mente, pero no lo lograba. Se sentía hundir en un remolino inescapable de imágenes mentales y en los aterrantes raudales de sus consecuentes emociones, de comenzar una interminable caída al infinito y que sabía, intuía, que desembocarían en una locura. Tenía que agarrarse de alguna rama mental que le ofreciera una referencia fija, una brújula, un cuartel en esa vastísima expansión mental que se desplegaba aceleradamente en su cabeza. No acabada de tomar esa misma resolución cuando de pronto intuyó una profunda e incontrovertible certeza. En ese momento, y con tanta confusión no había forma de obtener mayor respuesta a esas preguntas sobre su esencia – y esa conclusión fue la base inicial de su gran sabiduría: precisamente el saber que lo único de lo que podría estar seguro era de que ‘estaba’, de que ‘era’, es decir, de que ‘estaba siendo’, de que estaba consciente, experimentando, sintiendo, viviendo, existiendo, pensando y que por consiguiente sería inútil seguir discurriendo más allá de esa primordial y gran realización; de lo contrario, si continuaba por ese fútil camino metafísico sería como el pájaro que vuela y vuela huyendo de la sombra propia que le ‘persigue’. Con esa comprensión todo empezó a calmarse en su ser. Era un comienzo: “estoy porque soy consciente de estar y soy porque soy consciente de ser”. Pero con esa misma comprensión llegó otra igual de trascendente: solamente como hombre se había hecho y se hacia esas preguntas: pensar sobre la naturaleza misma de sus pensamientos. Ningún otro animal de la selva tenía la capacidad, y por lo tanto los demás animales carecían de la motivación para hacérselas. De hecho, discurrió, ningún otro animal cuestionaba su ‘propósito’ puesto que todos, salvo el hombre, tienen un lugar preciso, determinado, claro y conciso en el ciclo de la vida – su único propósito siendo el de asegurar su propia supervivencia y en algunos casos, la de su prole: la propagación de la especie.

Pero si esa pequeña tremenda certeza – el “soy un ser humano” – le resultaba la rama salvavidas, descubrió de seguido ser más bien una rama ardiente puesto que no aportaba gran consolación: aún quedaban pendientes las respuestas a otras preguntas que ahora ya iniciaban en su mente y que abrían en la selva de su imaginación una infinitud de posibilidades: ¿Qué debo hacer? ¿Quién soy? ¿Quién debo ser?  La ‘rama existencial’ que le había rescatado temporalmente de una caída cierta a un interminable vacío amenazaba ahora a quebrarse bajo el peso de una enorme y creciente incertidumbre, a su vez originada por una lluvia de preguntas sin respuestas, al menos sin respuestas aparentes. Esta insólita incertidumbre le llenaba de una experiencia totalmente nueva, nunca experimentada hasta aquel entonces. Se sintió de repente acechado, como si un gran depredador le acosara. ¿Pero desde donde? Tomó consciencia de sus alrededores y en la noche selvática, naturalmente repleta de sombras y sonidos de insectos,  no detectaba ninguna amenaza. No obstante una oleada de ansiedad, de miedo le envolvió en su implacable telaraña y por instinto comenzó a trepar lo mejor que pudo al primero árbol que tuvo a mano. Arriba, posado en una rama, lejos del suelo, lejos de la zona de amenaza, y seguro de estar completamente solo en el amparo de su percha, se sintió por unos momentos resguardado, protegido, tranquilo.

Pero no duraría ese consuelo. Una vez más la fiera garra del terror de lo indefinido le apretaba el pecho como los enrollados de la anaconda y no pudo sino de nuevo huir. Impulsado por una memoria atávica trató de desplazarse en su nueva fuga desde su presente locación a lo que supuso que sería la seguridad de otro árbol, pero en la torpeza de su presente forma humano solamente lograría una caída vergonzosa pero afortunadamente acolchada por la acumulada maleza del suelo selvático. Cayó pesadamente de espaldas pero, impulsado por la desesperación de escapar, no acusó en absoluto la caída sino que se dio a la fuga inmediata, sin rumbo determinado y sin paradero preciso. Seguro de que a cada paso suyo como una sombra inescapable le acompañaban los sonidos del avance de su perseguidor, corrió hasta llegar a al mismo lugar de la orilla del río donde, en otras circunstancias más calmadas, sin dudas hubiera reconocido como familiar. Ahí, desconcertado de cómo proceder, viró en todas las direcciones sin avanzar un paso positivo más; hasta se desconoció a sí mismo por no haber experimentado nunca esta sensación de pánico. La línea de vegetación que abrigaba la orilla estaba repleta de misteriosas sombras y penumbras que para sus ojos humanos, discapacitados para ver en la oscuridad, representaban lo desconocido, lo cual de alguna forma se transformaba en su mente en innumerables de horrendas e inminentes amenazas.  ¡Había que continuar la fuga! Miró al río; sabía muy bien que las oscuras aguas ocultaban mil y una amenazas reales y sin embargo, impulsado por ese ignoto terror a lo desconocido se lanzó al riesgo seguro en huida de aquello incierto que le horripilaba.

Desafiando las probabilidades llegó a la otra orilla, exhausto en su escape pero al menos confiado de no haber sido seguido. Sentado ya sobre los talones, sentía el sudor mezclarse con las gotas de agua que se deslizaban por su cuerpo desnudo y de nuevo por instantes se sintió confiado, pero no acababa de asentarse esta sensación de tranquilidad cuando de nuevo se concibió en peligro. No lo comprendía. Estaba convencido de que nada le había seguido por las aguas, el cielo nocturno estaba despejado y la luna lucia en lo alto por encimas de las ramas de los árboles que permanecían inmóviles, sosegadas; además, concluyó, ningún animal volador era amenaza para él con el tamaño de su presente estado. Con la vista y el oído recorrió la línea de los árboles a la otra orilla y no encontró nada ahí presente: estaba completamente solo; solo, y sin embargo, sintiéndose absolutamente amenazado, aterrado de hecho, por la persecución de algo aparentemente inexistente. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver a la otra orilla? ¿Correr selva adentro? ¡¿Qué hacer?! Pero aun siendo hombre le quedaban todavía los instintos recientes de animal y como tal intuyó que lo mejor que podría hacer en este preciso momento y lugar sería no hacer nada, nada salvo quedarse parado, totalmente inmóvil. Sería entonces tan inerte como el ratón escondido esperando que la sombra del ocelote le pasara de largo y que su vida se prolongara al menos unas horas más; tan quieto como una araña aguardando pacientemente a que la desatenta mosca se enredara en su trampa invisible.

No obstante la quietud de su cuerpo animal, su consiente humana le seguía damnificando con el bombardeo incesante de imágenes cerebrales que formaban vertiginosos raudales de ideas y traicioneros remolinos de emociones en su mente. Determinó subyugar la vorágine de su mente dominando todos sus sentidos, comenzando por el de la vista. Localizó un punto fijo en una rama situada a la otra orilla del río, y ahora sería el jaguar, fijando su mirada sin vacilar ni un instante de ese punto – ni siquiera para pestañear – resolviendo que de esa forma además estaría en mayor alerta a cualquier movimiento en la periferia de su campo visual; sería el búho, y extendió su oído en todas las direcciones posibles para convertir en sonido la menor vibración del aire; sería la tortuga terecay, y ralentizó la cadencia de su respiración a apenas dos ciclos de inhalaciones y exhalaciones por minuto, limitando el movimiento de su torso un lento e imperceptible bombeo rítmico de su abdomen; sería la anaconda, detectando con su piel las mínimas agitaciones de su medio ambiente que le informaría de cualquier llegada o presencia; sería el cóndor, filtrando el aire por sus fosas nasales y discerniendo cada uno de los olores que portara el viento; y sería la luna, extendiendo la luz de la percepción de sus órganos sensoriales en todas las direcciones a la vez, al igual que la luna refleja su luz equitativamente y sin predilección a todas las superficies a su disposición.

Pasando los minutos su mente logró calmarse, y donde antes había vertiginosos raudales y traicioneros remolinos, ahora había una superficie serena que reflejaba la realidad como un perfecto espejo. Después de un tiempo absorto en este ejercicio le sobrevino una tremenda introspección: ¡No había ninguna sombra acechándole! ¡Nunca la hubo! Ninguna, se dio cuenta, fuera de sí mismo sino una sombra terrible proveniente de su interior, de sus propios pensamientos. E intuyo su origen; era una sombra propiciada a la vez por la incertidumbre opresiva de la perplejidad de qué era, de quién era, de qué debería hacer, como por el caos interior infligido por esos mismos remolinos y raudales; era una sombra que abrumaba el espíritu y amenazaba esclavizar su existencia mediante el terror que engendraba. Estuvo un tiempo con esa sensación de paz interior, de serenidad mental que le iluminaba por dentro, cuando percibió una poderosa silueta acercarse a su derecha y sentarse a su lado.

² “Enhorabuena Hombre, me deleita ver que has sabido aplicar bien tus lecciones,” dijo un ronroneo que emanaba tan profundo como un cañón y tan poderoso como un trueno.
² Gracias Gran Maestro. La Orden me proveyó excelentes maestros,” respondió Hombre, aún sin despegar la mirada de su blanco visual.
² “Pero estas lecciones, las más importante de tu aprendizaje, las tuviste que aprender tú solo, y con ellas culmina tu amaestramiento con nosotros. Pronuncia para mí las grandes sabidurías que has adquirido esta noche.”
² “Sí Gran Maestro. He aprendido que el ser humano es el único animal que se pregunta ‘qué es’ y por lo tanto el único que se atormenta ante la incertidumbre de una respuesta, y que esa incertidumbre le acosa como una sombra y le atrapa como una garra.”
² “Excelente mi querido aprendiz. ¿Y qué más has aprendido?”
² “He aprendido, Gran Maestro, que el ser humano está en continuo descontrol de su mente, que ésta huye del aquí y del ahora para fugarse en el allá y el entonces,  y que precisa de tremenda disciplina para lograr la serenidad propia de cualquier otro animal de la selva.”
² “Y ya veo que desarrollaste una técnica para lograr tal disciplina. ¿Cómo la llamarás?”, preguntó la gran silueta oscura que emanaba dos brillantes zafiros.
² “Una ‘concentración’, Gran Maestro… la llamaré una ‘Concentración de Luna’.”


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