Encontró al poco tiempo parte de la
respuesta, reconociendo que ahora, finalmente, y después de tanto tiempo,
después de tantas metamorfosis, de tantas vidas se sentía extraño al adoptar de
nuevo su original forma humana. ¿Sería el mismo de antes? Aquí, tan lejos de
una superficie que le ofreciera un reflejo, era imposible saberlo. ¿Importaba?
No, y además, sería imposible saberlo, comprobarlo. De repente se sentía
completamente perdido en la vastedad de sus pensamientos y en los sentimientos
y emociones que tales contraían, sobre todo ahora, más que nunca, porque traía
la memoria de las experiencias de tantas metamorfosis anteriores. Pero hubo un
punto de confusión. ¿Acaso seguía siendo un jaguar que soñaba ser un hombre o
siempre fue un hombre soñando ser una araña que soñaba ser mariposa? ¿Había
sido todo la pesadilla dentro de un sueño alucinado por un ser soñado que a su
vez fantaseaba? Su cabeza estallaba no solamente de dolor, sino de imágenes, de
sonidos, de sensaciones, de lugares, de formas, de memorias, de fantasías, de… ¿De
qué? ¡De infinitas posibilidades, permutaciones y combinaciones! Totalmente desorientado
al presente, al aquí y hora, y abrumado por el infinito del allá y el entonces
que se abría de repente en el ilimitado escenario de consciente, trataba desesperadamente
de calmar su mente, pero no lo lograba. Se sentía hundir en un remolino
inescapable de imágenes mentales y en los aterrantes raudales de sus
consecuentes emociones, de comenzar una interminable caída al infinito y que
sabía, intuía, que desembocarían en una locura. Tenía que agarrarse de alguna
rama mental que le ofreciera una referencia fija, una brújula, un cuartel en
esa vastísima expansión mental que se desplegaba aceleradamente en su cabeza. No
acabada de tomar esa misma resolución cuando de pronto intuyó una profunda e
incontrovertible certeza. En ese momento, y con tanta confusión no había forma
de obtener mayor respuesta a esas preguntas sobre su esencia – y esa conclusión
fue la base inicial de su gran sabiduría: precisamente el saber que lo único de
lo que podría estar seguro era de que ‘estaba’, de que ‘era’, es decir, de que ‘estaba
siendo’, de que estaba consciente, experimentando, sintiendo, viviendo,
existiendo, pensando y que por consiguiente sería inútil seguir discurriendo
más allá de esa primordial y gran realización; de lo contrario, si continuaba
por ese fútil camino metafísico sería como el pájaro que vuela y vuela huyendo
de la sombra propia que le ‘persigue’. Con esa comprensión todo empezó a calmarse
en su ser. Era un comienzo: “estoy porque
soy consciente de estar y soy porque soy consciente de ser”. Pero con esa
misma comprensión llegó otra igual de trascendente: solamente como hombre se había
hecho y se hacia esas preguntas: pensar sobre la naturaleza misma de sus
pensamientos. Ningún otro animal de la selva tenía la capacidad, y por lo tanto
los demás animales carecían de la motivación para hacérselas. De hecho, discurrió,
ningún otro animal cuestionaba su ‘propósito’ puesto que todos, salvo el
hombre, tienen un lugar preciso, determinado, claro y conciso en el ciclo de la
vida – su único propósito siendo el de asegurar su propia supervivencia y en
algunos casos, la de su prole: la propagación de la especie.
Pero si esa pequeña tremenda certeza – el “soy
un ser humano” – le resultaba la rama salvavidas, descubrió de seguido ser más bien
una rama ardiente puesto que no aportaba gran consolación: aún quedaban
pendientes las respuestas a otras preguntas que ahora ya iniciaban en su mente
y que abrían en la selva de su imaginación una infinitud de posibilidades: ¿Qué debo hacer? ¿Quién soy? ¿Quién debo
ser? La ‘rama existencial’ que le
había rescatado temporalmente de una caída cierta a un interminable vacío
amenazaba ahora a quebrarse bajo el peso de una enorme y creciente
incertidumbre, a su vez originada por una lluvia de preguntas sin respuestas,
al menos sin respuestas aparentes. Esta insólita incertidumbre le llenaba de
una experiencia totalmente nueva, nunca experimentada hasta aquel entonces. Se
sintió de repente acechado, como si un gran depredador le acosara. ¿Pero desde
donde? Tomó consciencia de sus alrededores y en la noche selvática, naturalmente
repleta de sombras y sonidos de insectos,
no detectaba ninguna amenaza. No obstante una oleada de ansiedad, de miedo
le envolvió en su implacable telaraña y por instinto comenzó a trepar lo mejor
que pudo al primero árbol que tuvo a mano. Arriba, posado en una rama, lejos
del suelo, lejos de la zona de amenaza, y seguro de estar completamente solo en
el amparo de su percha, se sintió por unos momentos resguardado, protegido, tranquilo.
Pero no duraría ese consuelo. Una vez más la
fiera garra del terror de lo indefinido le apretaba el pecho como los enrollados
de la anaconda y no pudo sino de nuevo huir. Impulsado por una memoria atávica
trató de desplazarse en su nueva fuga desde su presente locación a lo que
supuso que sería la seguridad de otro árbol, pero en la torpeza de su presente forma
humano solamente lograría una caída vergonzosa pero afortunadamente acolchada
por la acumulada maleza del suelo selvático. Cayó pesadamente de espaldas pero,
impulsado por la desesperación de escapar, no acusó en absoluto la caída sino
que se dio a la fuga inmediata, sin rumbo determinado y sin paradero preciso.
Seguro de que a cada paso suyo como una sombra inescapable le acompañaban los
sonidos del avance de su perseguidor, corrió hasta llegar a al mismo lugar de
la orilla del río donde, en otras circunstancias más calmadas, sin dudas hubiera
reconocido como familiar. Ahí, desconcertado de cómo proceder, viró en todas
las direcciones sin avanzar un paso positivo más; hasta se desconoció a sí
mismo por no haber experimentado nunca esta sensación de pánico. La línea de vegetación
que abrigaba la orilla estaba repleta de misteriosas sombras y penumbras que para
sus ojos humanos, discapacitados para ver en la oscuridad, representaban lo desconocido,
lo cual de alguna forma se transformaba en su mente en innumerables de horrendas
e inminentes amenazas. ¡Había que
continuar la fuga! Miró al río; sabía muy bien que las oscuras aguas ocultaban
mil y una amenazas reales y sin embargo, impulsado por ese ignoto terror a lo
desconocido se lanzó al riesgo seguro en huida de aquello incierto que le
horripilaba.
Desafiando las probabilidades llegó a la
otra orilla, exhausto en su escape pero al menos confiado de no haber sido
seguido. Sentado ya sobre los talones, sentía el sudor mezclarse con las gotas
de agua que se deslizaban por su cuerpo desnudo y de nuevo por instantes se
sintió confiado, pero no acababa de asentarse esta sensación de tranquilidad
cuando de nuevo se concibió en peligro. No lo comprendía. Estaba convencido de
que nada le había seguido por las aguas, el cielo nocturno estaba despejado y la
luna lucia en lo alto por encimas de las ramas de los árboles que permanecían inmóviles,
sosegadas; además, concluyó, ningún animal volador era amenaza para él con el tamaño
de su presente estado. Con la vista y el oído recorrió la línea de los árboles a
la otra orilla y no encontró nada ahí presente: estaba completamente solo; solo,
y sin embargo, sintiéndose absolutamente amenazado, aterrado de hecho, por la
persecución de algo aparentemente inexistente. ¿Qué hacer ahora? ¿Volver a la
otra orilla? ¿Correr selva adentro? ¡¿Qué hacer?! Pero aun siendo hombre le
quedaban todavía los instintos recientes de animal y como tal intuyó que lo
mejor que podría hacer en este preciso momento y lugar sería no hacer nada,
nada salvo quedarse parado, totalmente inmóvil. Sería entonces tan inerte como el
ratón escondido esperando que la sombra del ocelote le pasara de largo y que su
vida se prolongara al menos unas horas más; tan quieto como una araña
aguardando pacientemente a que la desatenta mosca se enredara en su trampa
invisible.
No obstante la quietud de su cuerpo animal,
su consiente humana le seguía damnificando con el bombardeo incesante de
imágenes cerebrales que formaban vertiginosos raudales de ideas y traicioneros
remolinos de emociones en su mente. Determinó subyugar la vorágine de su mente dominando
todos sus sentidos, comenzando por el de la vista. Localizó un punto fijo en
una rama situada a la otra orilla del río, y ahora sería el jaguar, fijando su
mirada sin vacilar ni un instante de ese punto – ni siquiera para pestañear – resolviendo
que de esa forma además estaría en mayor alerta a cualquier movimiento en la
periferia de su campo visual; sería el búho, y extendió su oído en todas las
direcciones posibles para convertir en sonido la menor vibración del aire; sería
la tortuga terecay, y ralentizó la cadencia de su respiración a apenas dos
ciclos de inhalaciones y exhalaciones por minuto, limitando el movimiento de su
torso un lento e imperceptible bombeo rítmico de su abdomen; sería la anaconda,
detectando con su piel las mínimas agitaciones de su medio ambiente que le informaría
de cualquier llegada o presencia; sería el cóndor, filtrando el aire por sus
fosas nasales y discerniendo cada uno de los olores que portara el viento; y sería
la luna, extendiendo la luz de la percepción de sus órganos sensoriales en
todas las direcciones a la vez, al igual que la luna refleja su luz equitativamente
y sin predilección a todas las superficies a su disposición.
Pasando los minutos su mente logró calmarse,
y donde antes había vertiginosos raudales y traicioneros remolinos, ahora había
una superficie serena que reflejaba la realidad como un perfecto espejo. Después
de un tiempo absorto en este ejercicio le sobrevino una tremenda introspección:
¡No había ninguna sombra acechándole! ¡Nunca la hubo! Ninguna, se dio cuenta, fuera
de sí mismo sino una sombra terrible proveniente de su interior, de sus propios
pensamientos. E intuyo su origen; era una sombra propiciada a la vez por la
incertidumbre opresiva de la perplejidad de qué era, de quién era, de qué debería
hacer, como por el caos interior infligido por esos mismos remolinos y raudales;
era una sombra que abrumaba el espíritu y amenazaba esclavizar su existencia
mediante el terror que engendraba. Estuvo un tiempo con esa sensación de paz
interior, de serenidad mental que le iluminaba por dentro, cuando percibió una poderosa
silueta acercarse a su derecha y sentarse a su lado.
²
“Enhorabuena
Hombre, me deleita ver que has sabido aplicar bien tus lecciones,” dijo un ronroneo
que emanaba tan profundo como un cañón y tan poderoso como un trueno.
²
Gracias
Gran Maestro. La Orden me proveyó excelentes maestros,” respondió Hombre, aún sin
despegar la mirada de su blanco visual.
²
“Pero
estas lecciones, las más importante de tu aprendizaje, las tuviste que aprender
tú solo, y con ellas culmina tu amaestramiento con nosotros. Pronuncia para mí
las grandes sabidurías que has adquirido esta noche.”
²
“Sí Gran
Maestro. He aprendido que el ser humano es el único animal que se pregunta ‘qué
es’ y por lo tanto el único que se atormenta ante la incertidumbre de una
respuesta, y que esa incertidumbre le acosa como una sombra y le atrapa como
una garra.”
²
“Excelente
mi querido aprendiz. ¿Y qué más has aprendido?”
²
“He
aprendido, Gran Maestro, que el ser humano está en continuo descontrol de su
mente, que ésta huye del aquí y del ahora para fugarse en el allá y el
entonces, y que precisa de tremenda disciplina
para lograr la serenidad propia de cualquier otro animal de la selva.”
²
“Y ya
veo que desarrollaste una técnica para lograr tal disciplina. ¿Cómo la llamarás?”,
preguntó la gran silueta oscura que emanaba dos brillantes zafiros.
²
“Una ‘concentración’,
Gran Maestro… la llamaré una ‘Concentración de Luna’.”